«UN hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años, puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara». La cita, de Jorge Luis Borges, podría reinventarse: un hombre pretende definir su cara y las palabras con que lo hace están, sin saberlo, describiendo un mundo. Por ejemplo: «Avec ma gueule de métèque / De juif errant, de pâtre grec / Et mes cheveux aux quatre vents», que hace unos días cantaba Georges Moustaki en el Gayarre para toda una generación de melancólicos.
El cantaba, digo, y en el patio de butacas, en las plateas, en el aire, se iban concretando distraídas, aquí y allá, imágenes convergentes de un universo no muy lejano, o acaso sí, tejido con fervores juveniles y sueños revolucionarios, con compromisos, ideologías, clandestinidades, con almas cautivas, almas hermanas, fuentes vivas, en fin...
El cantaba y oficiaba, a la vez, una liturgia. Y el rito descendía hacia un público que, en profundo trance hipnótico, tarareaba por sus adentros, tal que un coro silenciosamente íntimo, esas viejas baladas heridas por el tiempo como la voz del cantor, como el mismo cantor, como ellos mismos. Y de pronto, aquella cuadrilla de cuarentones y cincuentones, de calvicies, canicies y varicies, de michelines y ojos de gallo, huía por un momento de las ambiciones gastadas, de los egoísmos pancistas, de tantas y tales cotidianeidades mezquinas o sórdidos oficios y beneficios, y recuperaba el instante aquel de la generosidad, de la camaradería, del buen viento y de las manos limpias.
Yo estuve allí. Observé a las parejas que se cogían las manos como si fueran a hacer de cada día toda una eternidad de amor, sentí la añoranza de los solitarios que no están jamás solos con su soledad, escuché el hálito sutil de los suspiros y contemplé el afilado brillo de las lágrimas.
Dice Woody Allen que cuando escucha a Wagner más de diez minutos seguidos, le dan ganas de invadir Polonia. Cosas de la música y sus mágicas influencias. A los moustaquistas del otro día nos dieron ganas de volver atrás, de abrir tantas puertas que dejamos cerradas, de hollar tantos caminos que jamás afrontamos, de invadir el territorio de la memoria. De dibujar el mundo.
Y al salir del teatro a la calle lluviosa, nos entró una tristeza gris, de juventud perdida y tarde de domingo, y un estremecimiento de nostalgia se fue esparciendo, poco a poco, por la atmósfera.
Aún se siente flotando por el éter.
Seguro que tú, querido lector, también lo estás notando.
Juan Ramón Corpas Mauleón
(Diario de Navarra, sábado 27 de febrero de 1999, pág. 31)